... Pesca Submarina   

Aprendices y maestros

A veces lees algo que se te queda grabado. Una idea, casi una sensación, se queda agarrada a la memoria y se resiste a desaparecer. Algo así pasa con este artículo, publicado en el programa oficial del XLI Campeonato de España de Pesca Submarina (1.996), organizado por el club APS de Barcelona.

 

Aprendices y maestros

Alfons Samper

Cae el sol poniente cuando hiperventilo para llegar cuanto más profundo mejor. Es una tarde plácida de mar en calma y aguas esmeraldas, doradas por los rayos oblicuos del dios Sol, que nos da la vida cada día sin que nos percatemos demasiado.

Un golpe de riñones y me sumerjo como un cormorán. Desciendo suavemente llevado por un cinturón de plomos que sostengo con la mano. Es verano. Caigo hacia la parte más agreste del Bajo de la Bota, con esa sensación de respeto y prevención que siento cuando sé que el fondo no está a mi alcance, porque no se ve de tanta agua como hay.

Caigo a 20, a 25, a 30, a 35... Dios mío, que bien me encuentro hoy, podría pararse el mundo en su caminar, y el tiempo podría detenerse también, me da igual. Un abadejo pasa sorprendido. Es un abadejo de entrada, no hay duda; confiado, prominente, hermoso, grande, muy grande, como no puede ser menos en este lugar. Aquí me siento a la vez agresivo e impotente, aquí me sale toda la mala leche contra los peces, que no tengo en aguas menos profundas. Aquí no soy nadie. Ya estoy muy cerca de los 40 metros. Aquí me cago. Aquí le pegaría un tiro a mi padre, si asomase. Suelto el lastre que se detiene frente a mí alejándose hacia atrás. Ya no hay más cuerda. Ya no me queda nada. Ya tengo el hígado aplastado por la presión. Hay unas rocas en el fondo. Hay un mero grande que me mira aleteando en suspensión. Hay emoción. Aflojo el hilo del carrete, apunto y disparo. El mero me sigue mirando, y me dice:

- ¡Aquí no eres más que un aprendiz !

El aprendiz es primitivo y soberbio. El aprendiz es pura rabia. El aprendiz es una piedra bruta aún por pulir. El aprendiz se hace hombre y eleva su espíritu a medida que descubre sus limitaciones. La mar enseña al aprendiz que hay que respetar la vida, y le recrimina preguntándole qué mérito ha contraído para pretender ejecutar un proyecto tan gigantesco; que no hay virtud que justifique acabar con todo lo bueno y lo bello; que la verdadera libertad no cabe en el saco de rabia del aprendiz.

Ahora es la madrugada de un nuevo día en los Freos. El sol acaba de asomar por Tagomago. La mar es de color plomizo, igual como en el crepúsculo. Los Freos ya no son lo que eran porque todo cambia, y los llauts de vela latina, de tan dulce navegar, ya no pasan por los Freos, porque no casan con el enjambre de embarcaciones que hoy son la tristeza del pescador submarino. Pero la mar es aquí todavía de una belleza insuperable. Es la primera hora de la pesca, el inicio de una jornada que se presenta buena.

El fondo es un regalo de algas verdes y arena pura al alcance de la mano, es un paraíso de piedras porosas que las mareas cubren y descarnan a cada estación, pero que conozco muy bien.

El pulso se agita a medida que entro en zona conocida, tan generosa, que nunca he dejado de arponear meros aquí. Aquí paseo el fondo como un delfín. Aquí hago la apnea que quiero. Aquí me siento seguro, contento y calmado. Ya veo la grieta tapada de algas inmaculadas, de un color verde que parece el padre de los verdes. Las algas cimbrean con la incipiente corriente, y el mero está ahí dentro. Lo sé aunque no lo vea.

Siempre me ha sido generosa la mar de los Freos, permitiéndome imaginar que me hallo en el Caribe o en otro lugar igualmente de ensueño.

Espero que la pieza sea de buen tamaño, y si no, le tiro igual, porque si no lo hago yo lo hará otro. Son los tiempos modernos.

Suave como un abanico de princesa, una cola bate en la misma entrada. Y otra cola, y otra. Tres meros, cercanos a los diez kilos, están acomodados en la grieta iluminada por el trasluz de la otra salida. Me da la emoción porque ya son míos. Ellos no se van a mover de ahí dentro. Voy a verlos por el otro lado y dejarlos secos de certeros arponazos. Desciendo ejecutando un rizo que me dedico a mi mismo en esta mañana ideal. Esos meros me miran tranquilos y relajados. Los puedo tocar con la mano, y entre ellos también hay tres que rondarán los cuatro kilos. Vuelvo a la superficie y miro alrededor. No hay nadie. Nadie me ve. Esa seña es sagrada. Un llaut hace el curry para las servias y el pescador, ignorante de lo que está pasando, me mira con odio. Es mejor así.

Sin embargo, hay algo que me sorprende en la mirada de los meros. Esa mirada no era de temor como acostumbran en parecidas circunstancias.

Ahí están otra vez, pero ahora advierto que sus vientres son altamente voluminosos, que, que quieren adentrarse hasta el fondo de la grieta pero que no pueden. Son hembras huevadas, maduras hasta la exageración. Me miran fijamente. ¿Pero qué queréis de mí? ¿De qué queréis responsabilizarme? Subo a la superficie. El pescador del llaut sigue mirándome porque él no se come una rosca esta mañana. El odio pesa como el plomo en estos casos. Cincuenta kilos de mero en la báscula son muchos kilos. Desciendo de nuevo y advierto que es una cuestión de huevos, los de las hembras y los míos. ¡Dios mío, me parece que yo no los tengo!

En la superficie el sol crea la condensación humeante. La brisa trae el olor de los pinares mediterráneos. Estoy en el paraíso. Pero, ¿qué quieren de mi esos meros?

Otra vez abajo. No puedo disparar. Una hembra me dice:

- ¡Aquí eres un maestro!

El maestro es tolerante y generoso. El maestro es un cazador, un matarife. El maestro es la piedra pulida, que debe contener sus emociones y administrar sus intereses ante lo bueno y lo bello, ante la vida.

La mar enriquece al hombre que sabe mirar hacia dentro de mismo.

No hay nadie que haya pescado más que yo esta mañana.

Sin disparar el fusil.

 

 

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